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09 May iloftmalaga – El espeto de sardinas

Que Málaga es una ciudad con encanto, es algo que nadie puede negar. Ningún visitante sale indiferente de su paso por la Costa del Sol, sea por el motivo que sea. Bien por su clima, por su playa o su gastronomía, Málaga ha creado una base de turismo que la ha situado a la vanguardia del sector, y ha provocado numerosas inversiones a futuro que la han consolidado en tal plaza.

Pero hay algo que trasciende más allá de todo eso. Hay un elemento diferenciador y a la vez crisol de todas ellas, que es recordado por encima de todas las cosas: el espeto de sardina.

Inmortalizado cien mil veces, una de ellas en nuestra televisión actual a través del inefable Fernando Tejero (‘Fermín’) en ‘La que se avecina’, el espeto es mucho más que una sardina asada al fuego; es un ritual que conjuga la tradición y experiencia del cocinero (o espetero), con la distancia exacta del pescado al ascua, así como el movimiento exacto para voltear el producto, incluso emplatarlo. Bien crujiente la piel pero sin quemar el interior, la realidad es que, a todo buen malagueño o malagueña, le pueden poner una centena de sardinas espetadas que, regadas con una buena cerveza o tinto, pueden caer ‘como pipas’, o lo que es lo mismo, una detrás de otra, sin que de ellas quede más que una triste montaña de raspas, restos fehacientes de la comilona.

Pero empecemos por el principio. El curiosísimo origen del espeto que, ni más ni menos, comienza con la realeza española, aunque no precisamente en palacio. Corría el año 1885 cuando, tras unos devastadores terremotos en el litoral granadino y malagueño, el rey Alfonso XII tomó por ventura el recorrer en comitiva todas las localidades afectadas y, ya en las postrimerías de su viaje, se detuvo en el merendero Gran Parada, en la entonces “alejadísima” población de El Palo, propiedad de ‘Miguelito er de las sardinas’. Por aquel entonces la zona no era más que un arrabal de pescadores, y ese merendero un prototipo de los cientos que luego darían lugar al paseo tal y como hoy lo conocemos.

Pues este Migué, en cogiendo su majestad los cubiertos (imaginamos que de correctísima manera) para hincarle el diente a un plato de sardinas asadas a fuego, que el posadero le había servido ensartadas en una caña, fue osado en corregir al monarca con un ‘Asín no, majestá, asín no…”.

Del resto, poco ha trascendido más que las fechas en las que la sardina es más apta para su suculenta ingesta (‘de Virgen a Virgen’, haciendo referencia al inicio en la festividad del Carmen, 16 de Julio, y al final en la de la Victoria, 8 de Septiembre), y que su cocinado tiene una dificultad a la hora de introducir la caña (por supuesto, nada de palos metálicos) sin dañar el interior de la pieza, así como en la distancia de ésta al ascua, que debe ser suficiente para cocinarse al calor de la misma, y que además tueste la piel, momento en el cual se puede sacar de la barca (porque sí, amigos y amigas, se asan en una jábega o barca típica de la zona), y desenvainar sobre el plato utilizando la mano como elemento de presión.

Una vez en el plato (blanco de cerámica en la mayoría de las ocasiones), poner un poco de sal (gorda) al gusto, y adjuntar una rodaja de limón para quien guste, y servir, momento en el que, ahora sí, se diversifican las escuelas sobre cómo hincarle el diente, y aquí os iréis viendo reflejados muchos y muchas de vosotr@s.

En primer lugar, la piel ya es elemento de debate (si es que no lo fueron la sal y el limón). Hay quien prefiere saborear su tostada y salada textura con el resto del bocado, pero también hay quienes la desechan. Respetables ambas, lo cierto es que la piel le confiere una personalidad al plato que, sin ella, pues como que pierde un poco de ‘punch’. Una vez decidido qué hacer con el tema piel, hay quien la coge por los extremos y comienza a morderla, con cuidado de no alcanzar con el bocado su espina interior, y hay quien prefiere desmenuzar sus lomos manualmente, para luego llevarlos a la boca. Ni que decir tiene que todo el proceso es con las manos, y ese tema no admite discusión en ninguna de las variantes del ‘pescaito’ típico malagueño.

Una vez en boca, el siguiente punto de ‘discordia’ (y entiéndase entrecomillado porque no puede existir connotación negativa ante tal manjar) es si regarlo con una buena jarra de cerveza, o una de tinto de verano (que a su vez admite otra doble opción en la que no queremos entrar) aunque, si somos honestos, cualquiera de las dos opciones le confiere al momento un estatus de felicidad que (y mira que nos gusta comer) pocas veces se iguala ante un plato de comida. Quizá por eso es tan nuestra esa frase que reza ‘te gusta más que comer con las manos’.

La realidad, amigos y amigas, es que el espeto, como elemento destacado de nuestra gastronomía, resume a la perfección la personalidad de nuestra tierra. Noble en su origen, humilde en lo cotidiano, sencilla en sus costumbres, pero con muchas, muchas mimbres para dejarle a cualquier forastero que la visite un inigualable sabor de boca.

Hasta la próxima.

iloftmalaga